
Extendido en el caballete de tortura, desgarrado largamente por la uñas de hierro, quemado incluso por las antorchas, perseveró en la confesión de su fe.
Mientras era martirizado, decía:
"No hay otro Rey que el que yo he visto. A Él adoro, a Él rindo homenaje. Aun cuando me mataran mis veces por su culto, le permanecería siempre fiel como ahora. El nombre de Cristo está en mi alma y las torturas no podrán arrancarlo. Me arrepiento de mis errores pasados; me arrepiento de haber maldecido antaño este santo nombre en los hombres santos. Me arrepiento de haber llegado tan tarde, como soldado orgulloso, a adorar al verdadero Rey."
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